Para mi la ciudad era un todo conformado por la Torre Eiffel, Champs Elysees, el Louvre, Montmartre, el Sena y tres calles del barrio latino. Pasear por cualquiera de esos lugares preciosos me hacían sentir que realmente vivía en París.
Con un acordeón de fondo en mi cabeza y un croissant en la mano, admiraba los edificios estilo haussmaniano y me dejaba invadir por las soberbias construcciones con detalles dorados que ocupan el centro de la ciudad. Caminaba por las orillas del río extasiada con la vista de la Île San Lui e Île de la cité, sin saber que todo eso era solo un pedacito dentro la ciudad que se iba a terminar robando mi corazón, sin usar ninguno de esos lugares como arma.
Fue en el parque Buttes Chaumont donde descubrí el mejor atardecer de la ciudad y fue en un bar de Belleville donde tomé la mejor cerveza barata con amigos. El plan perfecto pasó a ser los mates en el canal Saint Martin y un día de shopping por una brocante (feria vintage en la calle). La gastronomía francesa quedó a un lado frente a imposible variedad culinaria de todo el mundo.
Con la bici como mi mejor aliada, descubrí que París es chiquita y que todo queda a 20 minutos pedaleando.
Hoy, a mis ojos, Paris no es la Torre ni sus museos, no es sus avenidas ni sus puentes.
Hoy, a mis ojos, París es sus barrios: es la inagotable vida que hay en cada callecita, los bares locales, las florerías y la boulangerie de la esquina.
Marina Biedma